Una reflexión ligera sobre el niño interior envuelto en la estructura adulta.

Todos somos niños.
No es una metáfora romántica, ni una forma de evadir la responsabilidad. Es un recordatorio esencial.

El niño interior no es un recuerdo lejano, sino la parte más genuina de nuestra acción en este mundo. Su lenguaje es el juego, y desde su mirada, la vida es una aventura: un espacio para crear, explorar, equivocarse y volver a empezar. Cada presente es una posibilidad.

Si hoy no lo sentimos en lo cotidiano, tal vez sea porque lo fuimos dejando a un lado. En algún momento aprendimos que ser adultos implicaba renunciar a la dicha, al asombro, a la espontaneidad. El mundo —en su desconexión— nos enseñó que madurar era volverse serio, racional, productivo. Que jugar era perder el tiempo. Y eso quedo guardado en una parte de nosotros.

Y sin embargo, no hay mayor pérdida que alejarnos de aquello que nos da vida.
La responsabilidad, la dedicación, el intelecto, son herramientas valiosas. Herramientas para aplicar en el andar. No son un hogar. El niño que somos no se opone a ellas: las puede usar, integrarlas. Pero no debe ser exiliado por ellas.

En un entorno muchas veces hostil, aprendimos a censurar nuestra alegría como si fuera peligrosa. Nos escondimos detrás de máscaras de control y rigidez. Pero esa chispa sigue viva: en un gesto espontáneo, en una risa inesperada, en la sensación de que aún hay algo nuevo por descubrir.

El gran desafío de este niño no es desaparecer. Es aprender a habitar este mundo sin traicionarse.
A encontrar formas de jugar en medio de lo diverso.
A adaptarse sin anularse.
A crear nuevos caminos, donde su dicha no sea un obstáculo, sino una guía.

Volver a jugar no es retroceder.
Es recordar que vinimos a este mundo para experimentar, para transformarnos y en su efecto transformar.